miércoles, 13 de julio de 2011

Cuando todavía hay luz



Todavía recuerdo aquellas noches de verano. Ése dulce olor a jazmín y a mi abuela cepillándome el pelo. Recuerdo la de veces que miré a la luna y le aseguré que mi abuelo, se encontraba cerca de allí, por eso ésta brillaba tanto.

Recuerdo mirar las estrellas, identificar la osa mayor, el carro y alguna que otra constelación. A medida que pasó el tiempo, continué mirando al cielo. Empecé a dudar de si mis teorías sobre mi abuelo eran ciertas, puesto que no conocía persona que pudiera brillar más que mi abuela y la luna seguía ahí, inerte. Sin brillar más, ni menos. Ya nadie me cepillaba el pelo, pero ante mí se mostraban inquietudes que no había tenido jamás.

Tras de mí, ante una de las entradas que logran elaborar nuestra casa de los veranos, se encontraban mis padres. La luz que desprendía la televisión disfrazaba sus facciones y las acentúaban ante la luz tenue de la sala de estar. Los observaba con orgullo. Ya veis, dos seres pobres en riquezas materiales, pero ricos en valores. Y los miraba con anhelo, con deseo de tener algo parecido a lo que tenían ellos. Entonces, recuerdo observarlos con admiración y volver la cabeza hacia el cielo. Un cielo en el que mil de personas depositan día tras día un deseo, una petición, una esperanza, una ilusión. Un cielo, en el que probablemente, alguien, estuvo mirándolo al mismo tiempo que yo.

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